jueves, 25 de septiembre de 2014

Que no pare la fiesta

   El viernes pasado nuestra empresa cumplió años. Hace 45 primaveras que H. K., un hombre que estaba llamado a revolucionar su comunidad, su patria y su armario, fundó la compañía en la que fabricamos soluciones tecnológicas de seguridad. Hoy en día su empresa la dirige su hijo, junto a su hermano menor.

   Así que estaba claro que no íbamos a trabajar mucho. De hecho, no trabajamos nada.

   La jornada comenzó con el primer despiste, o llamémoslo mejor desconocimiento. Nos habían citado en un centro cultural a las ocho y media de la mañana en un centro cultural. Como había que caminar un poco más que para ir a la empresa, yo fui bien tempranito. Y tempranito que llegué, vaya, casi media hora. Así que di unas cuantas vueltas por el centro del pueblo, comprobé que nuestro banco abre bien pronto, volví a leer la información turística junto a la catedral del pueblo, y ya me fui para allá, diez minutos antes de la hora.

   Resulta que la llegada de la gente era de ocho a ocho y media, y yo era de los últimos en llegar.

   Al llegar nos dieron un papelito con un número. Tras un primer breve refrigerio nos metieron al salón de actos donde nos sentamos por grupos. El número, entregado al azar, indicaba en qué grupo debía sentarse cada uno. La idea era buena: de esa manera forzaban a los empleados a mezclarse y conocerse unos a otros, y no que se formaran los inevitables grupitos entre departamentos. Pero claro, cuando uno no habla el idioma local, la buena idea se convierte en una idea para comer aparte. Tampoco les puedo culpar, estaba en minoría.

   De ocho y media a casi las dos de la tarde, con media hora de pausa para comer algo, estuvimos escuchando presentaciones sobre los proyectos que está llevando a cabo la empresa (curiosamente el nuestro no entraba en ninguna categoría; no debe de ser lo bastante puntero). Yo escuchaba atentamente el idioma alemán mientras bebía una botella de agua con gas y otra de sidra que sabía a refresco de Don Simón. Entender, entender... entendí cuando nos pidieron que diéramos nuestra opinión sobre lo que se había explicado. Feedback, que lo llamaron. Y yo cómo "¿eeeeeeeeh?". Más perdido andaba que el Papa en un concierto de Mägo de Oz.

   Por suerte la comida estuvo buena, un par de compañeros me explicaron algunas cosas, y el propio CEO de la empresa, el mismísimo Calvin Klein, nos vino a explicar personalmente cómo y dónde vendían los futuros proyectos. Se le nota que le gusta juntarse con los extranjeros, siempre es muy amable, y se le ve cómodo con el inglés. Desde luego mucho más que nosotros con el alemán.

   Después de esa interminable mañana en la que yo ya estaba cansado de cantar "In the jungle" en mi cabeza, llegó la tarde. La celebración. La fiesta. El olé.

   La verdad es que nuestra presentación terminó bastante pronto, así que llegamos a la fiesta temprano. Ya habían instalado el rocódromo, el castillo hinchable para los niños, y la caseta de las bebidas estaba lista, pero aún no servían. Porque sí, la fiesta era para que toda la familia pudiera disfrutarla. El tiempo era soleado y muy agradable. Rápidamente empezaron a animarse algunos valientes con el rocódromo. En principio yo tenía interés, pero después de que empezaran a subirse niños me dio canguelo. No por caerme, aquello parecía seguro y fácil. Me daba miedo que los niños fueran capaz de subirse y yo demostrara no ser capaz. Total, que no subí.

   A la fiesta se sumaron algunos familiares de nuestros amigos, y la Princesa no tardó en unírsenos también.

   Todo era gratis, bendita sea por siempre la familia Corleone. A poco de empezar hubo comida: un pollo condenadamente grasiento con patatas fritas. Delicioso. Me encanta la comida bien grasosa. El fallo fue pretender servirlo con cubiertos de plástico. De verdad, entiendo que habiendo niños cerca se quisieran curar en que no hubiera un percance, pero me pregunto si alguien fue capaz de pinchar decentemente aquel animal.

   Después de comer y de tomar alguna cerveza más nos volvimos a acercar a la caseta de las bebidas. Básicamente porque ahí es donde estaba la música. Estuvimos charlando con los compañeros de trabajo, y enseñamos a la familia las instalaciones donde trabajamos. Mesas, sillas y ordenadores, que tampoco tiene nada de particular (salvo, por supuesto, la consabida copa de Eisstock que guardamos con orgullo hasta el próximo invierno).

   La música era arbitraria. Mientras estábamos sentados no parábamos de oír rock antiguo, tipo Grease y del estilo. Desde el momento que nos pusimos en pie, nada más que empezó a sonar un pop que apenas conocíamos ninguno. Mucho estaba en alemán, o al menos yo no conseguía entender nada. Pero el alcohol fluía sin parar y eso ayudaba.

   Entonces llegó el momento mágico. Empezamos a oír una voz grave, festiva y muy familiar: "¡Booommmmmmmba!". Efectivamente, King África nos acompañó. Ahí mi Princesa con la otra compañera americana que nos acompañaba se vinieron arriba. Y yo llevaba suficiente alcohol para acompañarlas haciendo el tonto (nunca me atreveré a decir que yo bailo, pardiez).

   Siguiente: "Aserejé, ja, deje, dejebe tu dejebere sebiunouba majabi an de bugi an de buididipí". ¿Qué significa? Nada, y siempre me hace gracia cuando tengo que explicar a los extranjeros que toda esa frase no significa nada, ¿pero a que hace ilusión, después de diez meses, escuchar a las Ketchup aquí mismo en Sankt Johann?

   Y ya que estábamos crecidos, nos llegó la tercera, la inevitable, la única, la irrepetible, la que no puede faltar: "Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es pa darle alegría y cosa buena". Con esa todos nos sabíamos la ridícula coreografía. Incluso algún compañero de trabajo austriaco se la sabía, también, y se animó. Llevaba más cervezas que yo, o las había tolerado peor. Pero tiempo al tiempo.

   Ya crecidas, la Princesa y una amiga se acercaban al DJ a pedirles más canciones, aunque latinas parecía no haber mucho más. Ahora que lo pienso, es sorprendente que no caeyera nada de Enrique Iglesias o de Jennifer López, ya que estaban por la labor. Pero, lamentablemente, todo lo bueno se acaba, y cuando ya nos tenían a los cuatro hispanos loquitos por el baile, volvieron al pop alemán.

   Y la verdad, la propia Princesa lo dijo: cuando tienes a toda la gente bailando, y contenta, y de pronto cambias de registro y ves que la gente se para y se pone a hablar, ¿como DJ no te das cuenta de que tienes que regresar a lo de antes? Aunque no tengas más canciones del estilo, cuanto menos repite las que tenías. Pero, regla básica de cualquier fiesta: no dejes que la gente se aburra.

   Mis compañeros no se aburrían: uno me empezó a tomar fotos mientras sujetaba el bolso de la Princesa. A la tercera ya me lo puse al hombro y le dije que al menos me tomara una buena. Como a día de hoy, las fotos no han trascendido, me pregunto si este compañero tendrá algún interés en conservarla en su teléfono.

   Para entonces ya estábamos suficientemente alcoholizados. Al poco rato, cuando parecía que aquello se hundía (musicalmente), llega el jefe, el CEO, Calvin Klein (Herr Klein) con el juguete preferido de toda zona rural que se precie: un tronco.

   Parece que existe un juego tradicional por esta zona (en mi trabajo ya lo conocía más gente), consistente en que se pongan varios participantes alrededor del tronco, que está de pie. Se clavan ligeramente unos clavos sobre él, uno por cada participante. El juego consiste en conseguir golpear tu clavo con un martillo, de un solo golpe seco, con el lado "delgado" de la cabeza del martillo. Va por turnos, de manera que el último en conseguir meter su clavo del todo, pierde, y paga la siguiente ronda. Sencillo.

   Y mucho más difícil de lo que parece, especialmente cuando llevas siete cervezas encima. A mí se me daba fatal. La Princesa le medio pilló el tranquillo bastante pronto. Hasta tal punto que Herr Klein acabó sacando una botella de Schnapps y dijo que cada vez que yo fallara al clavo y ella acertara, me tenía que tomar un chupito.

   Y me terminé la maldita botella.

   Quizá por eso no recuerdo del todo bien cosas como cuántas veces fui al baño. De verdad, perdí la cuenta. Estuvimos jugando al invento de los clavos (imagino a los legionarios del Imperio Romano inventando el juego durante las primeras Pascuas) hasta que ya la fiesta terminó del todo. Y eso fue como media hora después de que ya no sirvieran más bebidas. Terminamos con las existencias.

   La Princesa y yo volvimos cantando y felices hasta casa, haciendo una paradita en la pizzería porque sí, nos moríamos de hambre. Evidentemente, que de sed no mucho, pero el hambre acusaba. ¿Se dan cuenta del detalle? Sí, cuando terminó la fiesta, que era un viernes, la pizzería aún estaba abierta. Y no es porque esté abierta hasta muy tarde, sino porque aquí, "trasnochar" es estar de pie hasta las once o algo parecido.

   De hecho, el que nos decepcionó mucho fue mi casero. Con lo divertido y lo fiestero que es, se marchó antes de que empezara siquiera la buena música. No nos vio bailar (y yo estoy pensando en dedicarme a ello profesionalmente), no nos vio emborracharnos, y no jugó a "pablito clavó un clavito". Lamentable por su parte. Muy decepcionante.

   El sábado siguiente volvió a hacer mal tiempo (ya estamos en otoño, así que el clima es tan variable como los mercados), así que se pudo descansar bien la cruda. Que tampoco fue tan grave para todo lo que bebimos. La verdad es que la cruda de Schnapps ni se siente. Me pregunto cómo habría estado si hubiera bebido la mitad de cantidad en whisky DYC.

   Sin complejos.

   Amo muchísimo a la Princesa. Cada día que pasa más. ¡Y baila bien chido!

« Oye, mi cuerpo pide salsa, y con este ritmo no quiero parar. »
- Gloria Estefan.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Donde todo empezó

   Bueno, no es estrictamente cierto. En realidad todo empezó en ya.com. Supongo que sería interesante visitar las oficinas un día. Pero en persona, la Princesa y yo nos conocimos el 8 de marzo de este año en el aeropuerto de Viena. Pasamos allí el fin de semana antes de que viniera a conocer por primera vez Sankt Johann. Conocimos la ciudad, y nos conocimos a nosotros mismos. Recuerdo que no podía dejar de mirarla embobado la primera vez que estuvimos juntos en un restaurante, contemplando cada línea de su rostro, el color brillante de sus labios, sus dientes blancos y perfectos. ¿A cuánta gente no le huele mal el aliento después de una pizza con extra de queso y ajo? Para mí cada respiración suya sabía a gloria. Aún me sabe a gloria.

   Este fin de semana hemos vuelto a la ciudad donde nos conocimos. No era exactamente una visita de turismo. Al menos, no exclusivamente.

La casita que nos hemos comprado esta semana. Na, pa los puentes.
   El ayuntamiento de Sankt Johann (Gemainde) no requiere mucho papeleo para realizar un matrimonio civil. Pero una de las cosas que sí son necesarias en cualquier país de la Unión Europea es el Certificado de Capacidad Matrimonial de los contrayentes. En nuestro caso, debía expedírnoslo la embajada española. Y para expedírnoslo, debíamos presentarnos allí previa cita para que el embajador (o cónsul, o juez, ya no sé cuál es su cargo, porque menos Emperador cada persona le llama de una manera) nos entrevistara por separado, a fin de confirmar que efectivamente nos conocemos, estamos juntos, y no se trata de un matrimonio de conveniencia.

   Sabido esto, los días previos estuvimos repasando en Internet las preguntas que se suelen hacer: nombre de los padres de la pareja, de los hermanos, aficiones, último viaje que han hecho juntos, etc. Hemos llegado a encontrar listas en las que decían que podían preguntar cosas como la fecha de la última menstruación de mi pareja o algo así. Que yo ya estaba pensando "si preguntan eso les voy a contestar que qué les importa, seguro que eso les convence".

No me la juego con las autoridades y pongo la
foto que tienen ellos mismos en la web.
   Todos los miedos y nervios resultaron ser infundados: el embajador (o cónsul o juez o Su Señoría o Maestro Jedi) resultó ser un hombre tremendamente simpático. Primero se entrevistó conmigo, y sólo me pidió que le contara un poco cómo nos habíamos conocido, y cómo habíamos decidido casarnos. Luego me pidió, porque la ley le obligaba a tener alguna referencia de que efectivamente teníamos una relación, que le enseñase alguna fotografía de nosotros. En el teléfono tengo un centenar. Con una que nos habíamos hecho el día anterior en un museo (como veremos) y otra de hace unas semanas en Zell am See, se quedó más que satisfecho.

   Luego le hizo pasar a ella, pero sin abandonar yo la sala. Me dijo que no había necesidad de ponerla nerviosa, porque él ya lo veía todo bien. Incluso bromeó un poco con la Princesa, lamentando que no le hubiéramos llevado una botella de tequila. Aparentemente, el señor embajador (o cónsul o juez o Guía Supremo) había vivido durante unos años en México, y echaba bastante de menos la comida de allí. ¡Sorpresa! Lo dije en su momento y lo mantengo: México es el primer lugar del mundo en el que no he echado de menos la comida española. De hecho, ahora extraño mucho la cocina mexicana.

   Fue divertido a la salida, cuando de pura alegría la Princesa y yo nos abrazamos, y el funcionario que nos acompañaba en el ascensor dijo que si quería nos dejaba bajar solos. ¿Seguiríamos todavía en el ascensor? Cuando ella dijo que tenía calor no mejoró la situación, jeje.

   Eso fue el lunes, cuando ya estábamos por regresar. El día anterior, domingo, habíamos madrugado para llegar a mediodía a la ciudad. El hotel en el que nos alojamos, de primeras, nos dio un miedo terrible. Se llama Sommerhotel Wieden, por si alguien quiere referencias, y en Booking.com tenía bastante buen aspecto. Pero, por fuera, la fachada estaba ennegrecida y desconchada como si el edificio tuviera quinientos años. Pensamos "No pasa nada, también el hotel de Venecia tenía un aspecto horrible por fuera, y luego por dentro era bien bonito". Pero al entrar, el aspecto del diminuto y agobiante lobby no mejoraba en absoluto. Y al subir a la cuarta planta en la que nos alojábamos, atravesamos un pasillo blanco, frío y desalmado que más que de un hotel (¡de cuatro estrellas!) parecía de un trastero.

De lo poco salvable...
   La habitación no estaba mal. Las camas eran cómodas (dormimos muy bien, la verdad), los muebles de Ikea estaban prácticamente nuevos, y se veía muy limpio. Deslucía mucho el cuarto de baño: oscuro, de paredes amarillentas, lavabo agrietado, inodoro de un extraño diseño pensado para que la orina te salpique lo más alto posible y agua de sabor lamentable.

   Pero nos olvidamos de los contras, y dormimos bien. No había ningún ruido, y a la mañana siguiente comprobamos que, como habíamos leído, el servicio del hotel era excelente. El desayuno no estuvo mal (aunque para mi gusto, faltó algún huevo), el hombre de la recepción nos atendió siempre muy amabilísimo e incluso nos permitió imprimir un tiquet de tren que habíamos comprado online.

   La verdad es que el Sommerhotel no es un hotel malo, no se puede decir tal cosa. Solamente es un hotel feo. Refeo. El Sloth de los hoteles.

   Cuando salimos por Viena pudimos comprobar que había algún tipo de festividad. Probablemente varias. En Karlplatz había mucha gente joven entre puestos de comida, música, actividades lúdicas al aire libre como malabaristas y teatros callejeros, música, y muy buen rollo. La lluvia en aquel momento era mucho más suave de lo que Austria nos tiene acostumbrados desde hace meses, y la fiesta deslucía poco.

   Nos dirigimos al Museo Etnológico de Viena, y allí, en las puertas entre los diferentes museos vieneses, había algún otro tipo de feria gastronómica. Debía de haber comida de todas las partes del país, o qué se yo. La verdad es que la otra vez no habíamos visto la ciudad ni la mitad de animada.

   Pero nosotros íbamos al Museo. Allí se encuentra expuesto un penacho que, según ciertas tradiciones, perteneció a Monctezuma, último emperador Azteca, capturado por el ejército de Cortés y muerto en circunstancias que no sabemos y, como españoles, no queremos preguntar. Aunque no está demostrado, la teoría es que el penacho llegó a Austria cuando España estaba gobernada por Carlos Primero-Quinto, o algo así. Es más que factible.

PENACHO... para que te sientas... ¡el más MACHO!
   Fue divertido llegar hasta la vitrina donde el penacho está expuesto. En aquella diminuta sala levemente iluminada para que las propiedades de la prenda no se pierdan, se amontonaban cerca de cuatro personas, todas de México. En cuanto me oyeron hablar empezaron a decir en plan coña "estos son los que se lo robaron". Pero tenían buen sentido del humor, e incluso hicimos migas con una pareja que estaba allí.

   Regresamos a Sankt Stephan, que sigue en obras. Los andamios están mejor cuidados y más bonitos que la última vez, desde luego. Las salchichas extra grasientas que venden algunas calles más abajo están igual de ricas, así como los fideos con pollo. La Ópera tiene contratada a menos pesados que te intentan vender boletos por la calle (ay, la crisis), y, salvando esa primera mañana, el resto del fin de semana nos hizo un tiempo estupendo.

   Ah, por cierto, encontramos una báscula por la calle que confirmó lo que mucha gente venía observando desde hacía tiempo: en los dos últimos años he adelgazado más de diez kilos. Si los pantalones que compré en México, que me estaban justos, ya se me están cayendo también. La cosa es que no me siento mal, ni débil. Si no fuera por los pantalones ni me estaría dando cuenta. Espero que cuando empiece a comprar ropa para las bodas, cuando llegue la ceremonia todavía me quede bien. O que se me vea de perfil y no me convierta en Keira Knightley. Que ya quisiera ella.

   A la vuelta del viaje nos han confirmado que este documento, el Certificado de Capacidad Matrimonial, se expide en varios idiomas, entre ellos alemán; es válido para las autoridades austríacas, de manera que ya podemos empezar a traducir los demás documentos que necesitamos para casarnos. En esos quince o veinte días que tardan en enviárnoslo por correo...

   Amo a mi Princesa con toda mi alma. Amo a la que ya prontito será mi espósita. Amo a mi corazón. Ich liebe Aida Flores.

« ¿Sabía yo lo que es el amor? Ojos jurad que no. Porque nunca había visto una belleza como esta. »
- "Romeo y Julieta", William Shakespeare.

PD: Al no formar parte estrictamente de esta viaje, no he contado cuando, el día anterior a partir, creí que me había dejado uno de los documentos en la oficina de Correos de Sankt Johann. Lo que corrí a la oficina, que ya me imaginaba que estaría cerrada. La desesperación creyendo que faltaba este documento. La búsqueda de posibles soluciones. La búsqueda desesperada en todos los recovecos de la mochila. Y, finalmente, el descubrimiento del documento en el maldito doble fondo de mi mochila que ya me ha jugado varias malas pasadas. No vuelvo a usarla. Ahora uso una más pequeña que no tiene doble fondo y no me engaña.