miércoles, 7 de enero de 2015

Año nuevo... boda nueva

   Es oficial. Hoy, oficialmente, llevo un año residiendo en Sankt Johann im Pongau. No me ha expulsado a patadas ni mi empresa, ni el ayuntamiento, ni las autoridades competentes ni la Gestapo. Trescientos sesenta y cinco días en los que mi vida ha dado un vuelco de trescientos sesenta grados.

   Se lo debo todo a la Princesa. Es mi ángel. Mi luz. Mi maravilla. Lo que me hace levantarme cada mañana y querer seguir adelante, y ser mejor persona.

   También tiene su carácter, y su sentido del humor particular, jeje. No lo digo como nada malo. El día 28 de diciembre me dijo: 'Cariño, tenemos que hablar...'. Una frase así nunca vaticina nada nuevo. Y al rato empezó a dar vueltas acerca de que nuestra relación nunca va a ir tan bien como ella quisiera, que no vamos a alcanzar lo que queremos... y que, de hecho, ha recuperado la relación con alguien de su pasado, y quiere volver a México.

   Cuando yo ya tengo la misma cara que Joey Tribbiani haciendo divisiones, me dice '¡¡¡Feliz día de los inocentes!!!'. No sé cuánto se ofendió porque menté a su reching...

   Por supuesto, que la castigué después de eso. Su penitencia fue pasar una semana en España. No, que va, eso no fue un castigo, pero es lo que ocurrió poco después. Tras dos días de trabajo completamente inocuo, ya que no había ningún compañero en la oficina, tomamos el tren que nos llevó a Salzburgo. De ahí, el trolebús al aeropuerto.

   Un primer vuelo de algo menos de una hora hasta Frankfurt. En aquel gigantesco aeropuerto centroeuropeo disponíamos tan sólo de media hora para tomar el siguiente avión. Quien conozca el aeropuerto de Frankfurt sabe que, la mayoría de las veces (yo creo), los aviones no se acercan a la terminal: se quedan lejíiiiisimos (lo que en España prácticamente sería en otra provincia), y un autobús lento como un caracol acerca a los estresados pasajeros hasta la puerta de desembarco. Una vez en la terminal, billetes en mano, preguntamos a una señorita que había allí con una tablet cuál era nuestra puerta de embarque (normalmente esas funcionarias no están allí, no estoy seguro de si es que los habituales carteles de información no funcionaban). Por supuesto, se cumplió la Ley de Murphy: nuestra puerta era con mucho la que más lejos quedaba. En verdad puedo prometer que nunca había tenido que hacer un transbordo tan largo en ese aeropuerto. Corrimos a través de un largo y tortuoso sendero, esquivando obstáculos (pasarelas) y toda clase de criaturas (turistas), saltando fosas, esquivando trampas, desafiando a la muerte...

   Ya, ya, ya paro. Pero uno de estos días de verdad que voy a incluir un dragón.

   Al final de la terminal (de verdad, creo que estaba casi al final del edificio), resultó que tuvimos suerte: aún se estaba formando la cola de embarque. Ahí fue cuando nos dimos cuenta por primera vez de que debíamos andar con cuidado: volvíamos a estar entre españoles, y ya no se podía criticar a la gente en voz alta. No es que habitualmente haya que hacerlo, pero es particularmente bueno evitarlo cuando los demás te pueden entender. Teníamos que haber hablando en alemán. Merkel nos obliga, y como lo tenemos dominado...

   El vuelo de Frankfurt a Madrid dura casi dos horas. En ese lapso de tiempo Lufthansa nos ofreció cena (goulash, pasta, y puré de patatas, si no recuerdo mal). Al aterrizar en la T2 del Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez - Madrid - Barajas (intenten decirlo sin tomar aire), recogimos la única maleta que habíamos facturado, y nos reunimos con mis padres y mi hermano que habían venido a buscarnos.

   Era día 30 de diciembre, pasadas las once y media de la noche. Al día siguiente sería Nochevieja: fiesta, cotillón, baile, cante jondo...

   El día 31 lo dedicamos a que la Princesa conociera el pueblo donde crecí. Se dice que Paracuellos de Jarama por sus baches tiene fama. Por mi parte, es el lugar desde el que de niño contemplaba atardecer sobre los edificios de Madrid y me imaginaba qué habría más allá, en aquel mundo tan amplísimo. Soñaba con viajar por todo el globo, conocerlo todo. Pero ni en mis más maravillosos sueños imaginé que, al otro lado del océano, había un ángel suspirando mi nombre en el viento.

   Ahora el ángel estaba allí, conmigo, en aquel mismo mirador en el que tantas mañanas comí perritos calientes con mis padres. El mismo sitio al que iba con la bicicleta porque a todos nos encantaba el ruido de las ruedas contra la tierra. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces?

   ¿Cuánto he cambiado yo?

   Nos reunimos con algunos amigos de toda la vida, de allí del pueblo, y nos tomamos una cerveza. Dos de ellos son pareja, están casados, y tienen dos hijos pequeños, que están hermosos. A la hija menor nos la queríamos traer. Total, en marzo debemos volver, y podríamos haberla devuelto entonces.

   Por la tarde, acudimos a la misa de Nochevieja. Se celebraba a las seis y media de la tarde, y habría otra misa al día siguiente a mediodía, pero a esa segunda no acudimos. Obviando lo que me costó encontrar aparcamiento (y es que cada día es más difícil encontrar plaza entre las estrechas calles del casco antiguo de Paracuellos), la verdad es que esperaba encontrar allí a medio pueblo. Al menos a aquellas personas mayores que tuvieron algo que ver con mi educación, y que yo sé que son bastante creyentes: el que era hace años el director del colegio; las hermanas que han pasado toda su vida vinculadas al deporte del municipio... Pero no. La Iglesia estaba prácticamente vacía, y no vimos a nadie conocido. Regalaron, eso sí, un calendario con la imagen de San Nicolás de Bari que mi Princesa se trajo para casa. Fíjense, para una vez que uno va...

   Tras la misa, regresamos a casa para tomar parte en la cena. Muy familiar, con mis hermanos, mis padres, mi abuela y, por supuesto, la Princesa. La reina. Mi ángel maravilloso con su vestido negro y su sonrisa perfecta que podría seducir al Sol.

   Hubo mucha comida y mucha bebida, como se acostumbra. Me dijo ella hace tiempo que en México se acostumbra a cenar después de tomar las uvas, esto es, después de la medianoche. En España no es así; cenamos a la hora normal de cenar, pero la verdad es que el estilo mexicano me parece más práctico: si cenásemos después de las campanadas, no habría ninguna prisa, y la fiesta se alargaría más.

   Las doce campanadas las vimos en televisión de la mano de Ramón García. Nos perdimos el comentadísimo vestido de Cristina Pedroche, y la pifia de Canal Sur con la publicidad. Por cierto, que personalmente, creo que lo de Canal Sur fue un gazapo pero tampoco como para pedir que corten cabezas de la manera que la gente lo está haciendo; es el típico error que nos podría pasar a cualquiera en un descuido. Y quien esté libre de pesssscado, que tire la primera pie... ¡ay!

   Después de las campanadas recibimos a mis primos, que pasaron por la casa un rato. Despuiés de brindar, beber, y reírnos un rato de todo, cuando nos dejaron, también se marchó uno de mis hermanos. En teoría iba a una fiesta. Nos abandonaba por otros amigos. Mejores. Más divertidos. Y se quedó dormido en el sofá de su casa antes de ir a ninguna parte. Ancianos...

   Nosotros nos dispusimos a jugar a Sing Star, pero hubo un problema con el micrófono de la Play Station, y no pudo ser. Una pena. Con lo bien que canta mi sirena, habría arrasado con todos nosotros. Terminamos jugando a la Wii. Algo sencillito: unos bolos, un golf... Luego mis padres, ya agotados también, se fueron a dormir, y mi hermano, mi cuñada, la Princesa y yo nos quedamos pegándonos palizas: boxeo y esgrima. ¡Cómo destrozan los brazos esos juegos! Al día siguiente la pobrecita de mi ángel tenía dolores de espalda.

   Menos mal que ya ese día, el día de año nuevo, realmente era para descansar. Nos dimos los regalos, ya que en mi casa el Niño Dios llega con retraso ("perdón por el retraso"), o los Reyes Magos llegan muy adelantados. No está del todo claro. ¡Pero nos fue muy bien!

   Tenemos una diana nueva (de dardos, que ya sería la leche que fuera de arcos y flechas). Aún está pendiente de tener una pared en la que colgarla, pero cuando lo hagamos, vamos a dejar la casa de Harry hecha un queso de gruyere. Tenemos... ¡un recogedor con palo! ¡Esa avanzada tecnología que evita que te destroces los riñones al barrer y que a Austria aún no había llegado! Deberíamos enseñárselo a los caseros para que alucinen con lo que inventamos. Tenemos el álbum de fotos de nuestra boda (precioso). Tengo unos guantes nuevecitos con los que puedo coger bolas de nieve y aventarlos a mi corazoncito para que se muera de frío, jeje. Casi seguro que me dejo algo, no sé.

   Por la tarde fuimos al cine. Teníamos pendiente hacer una visita al Centro Comercial Plaza Norte 2, que es, para mí, el más bonito de Madrid. Fue una pena que la mayor parte del centro estuviera cerrado. Pero bueno, fuimos con un amigo, y nos metimos a ver la última entrega de El Hobbit, dado que las dos anteriores nos habían encantado (y ya había estado yo la semana anterior torturando a mi chukitruskis con las ediciones extendidas, jeje). Y... en fin, ella dijo abiertamente que era una mierda. Yo no diré tanto, para mí es aceptable, entretenida cuanto menos. Pero sí que le faltan cosas (sí, ojo, le faltan, no le sobran). Hay una serie de detalles que no acaban de estar cerrados, o parecen como resueltos con prisa. Habrá que esperar un año para ver la edición extendida de esta (y comprar el inevitable cofre en Bluray).

   El día 2 de enero fue en el que, con mis padres, recogimos a mi abuela y la llevamos a la residencia de ancianos donde vive. No queda lejos de la antigua ciudad amurallada de Toledo, de manera que fuimos para que mi angelito la conociera.

   Como nota aparte, comentar que a estas alturas, a mi familia ya le había subido el colesterol quince puntos de ver lo tremendamente dulces que somos nosotros dos. Pero yo digo que no es que nosotros seamos muy pegajosos: ¡es que a los demás les falta el punto!

   Qué bonita es la ciudad de Toledo. Cuando uno está dentro le pueden acabar doliendo un poco las piernas, es cierto. Pero merece la pena por ver todos los edificios antiguos, y las iglesias. La muralla. El puente sobre el río Tajo, que desemboca muchos kilómetros más al poniente en Lisboa. La catedral. Las fortificaciones levantadas sobre la colina, tan empinada que en los últimos años construyeron escaleras mecánicas (conté más de media docena) para llegar al casco antiguo. La comida, excelente. El sitio donde la comimos... no tanto. El mesero se empeñó en que nos apretáramos los cuatro en una mesa de dos personas.

   Después de comer, regresamos, cuesta abajo, hasta el aparcamiento donde habíamos dejado el coche. Queríamos aprovechar lo que quedaba del día para visitar el Madrid de los Austrias. Durante el viaje, si he de ser sincero, tanto la Princesa como yo nos quedamos completamente dormidos. Cuando aparcamos bajo la Plaza Mayor (la misma Plaza Mayor de la relaxing cup of café con leche), la noche ya se había cerrado sobre nosotros. ¡Qué poco me gusta eso del invierno!

   ¿Y qué impresión me dio Madrid después de un año fuera? Siendo sinceros: de suciedad. Quiero ser benevolente en mi juicio y pensar que, en plena Navidad, con todo el mundo en la calle como hormigas laboriosas, es difícil mantener la ciudad de otra manera. Quiero pensar que a día de hoy el aspecto será muy distinto. Pero, aquel día, lo que vi fue una ciudad muy, muy sucia. Muy divertida, muy llena de vida, pero en la que tenía que tener cuidado de dónde ponía los pies. Ya no digamos de dónde llevaba guardada la cartera. ¿Me habré convertido en paleto?

   Al menos pudimos hacer algunas cosas típicas: visitamos la mencionada Plaza Mayor, en la que ya estaban desmontando todos los puestos navideños; en ella nos tomamos un clásico bocadillo de calamares tan grasientos como sabrosos; luego nos dirigimos a la Catedral de la Almudena, convenientemente renombrada por mi palomita como Catedral del Almodóvar. Yo la recordaba más luminosa, pero claro, la recordaba de día. Y la verdad es que ese edificio sí, me sigue pareciendo una construcción impresionante, tanto por fuera como por dentro, de un gusto exquisito.

   En frente de la Catedral del Almodóvar vimos los exteriores del Palacio Real. Como los Reyes realmente viven en la Zarzuela, no estoy muy seguro de cuál es la función del Palacio Real, pero sigue siendo un edificio bonito. Rodeamos la Ópera y nos dirigimos hacia la Puerta del Sol.

   ¡Qué cantidad de gente! No se podía ni caminar. En hacer ese breve trayecto tardamos más de media hora. Eso sí, bastante disfrutada, porque por el camino se podían ver todo tipo de mimos en posturas imposibles. Mi angelito y mi madre se compraron unos pendientes en un puesto ambulante. Pero, eso sí, cuando llegamos a la Puerta del Sol propiamente dicha, no pudimos quedarnos allí casi nada de tiempo. Era tan imposible caminar por allí.

   Regresamos al coche y, llegando a la Gran Vía desde la Plaza de España (perdón, Plazaspaña, en idioma madrileño), condujimos hasta la fuente de la diosa Cibeles (apagada), y hasta la Puerta de Alcalá, y más allá hasta el cruce de Ciudad Lineal en el que conocíamos una estupenda chocolatería en el que tomarnos una estupenda taza de chocolate con churros. Sí, he repetido la palabra estupenda. Es que somos tan estupendos...

   Para cuando regresamos a la casa estábamos tan derrengados como un jugador de la NBA después de Play-offs.

   El día 3 por la mañana fuimos a visitar a unos tíos míos a una casa de campo cerca de Guadalajara. La Guadalajara española, se entiende. En la que la gente es alcarreña, y no tapatía.

   Ese día fue el día que verdaderamente sentimos calor. Un calor rico y muy bienvenido que ya echábamos de menos. Yo me quedé en camiseta. Necesitamos sombreros para combatir el sol (y, aún así, es posible que nos quemásemos un poco). Tomamos refrescos fríos. Era como estar en el paraíso. Ahora, que estamos a menos cuatro grados en la calle, me puedo dar cuenta.

   Después de la visita quedamos con unos amigos míos de Madrid. Llevaba sin verlos casi un año, y fue muy agradable. Nos pusimos al día, nos tomamos algo, y nos dieron un regalito más por la boda, muy bonito: dos noches de hotel en algún destino de Europa a nuestra elección. Todavía tenemos pendiente elegirlo, pero será más sencillo cuando tengamos coche.

   Al día siguiente por la mañana, el plan original era levantarnos pronto una vez más para visitar Manzanares el Real, y su imponente castillo. Pero la verdad es que a esas alturas ya estábamos tan agotados que nos pareció imposible madrugar un día más. Necesitábamos un descanso, urgentemente. Y nos lo tomamos. Nos despertamos a mediodía.

   De urgencia, fuimos a un centro comercial a recolectar algunos productos mexicanos imposibles de conseguir en Austria, como maseca o salsa Valentina (lo más parecido que podemos conseguir a la salsa de chile, y que, personalmente, creo que es estupenda). Lo encontramos todo en el Centro Comercial Sanchinarro, que afortunadamente, abría los domingos. Recuerdo cuando la alcaldesa de Madrid dijo que los comercios empezarían a abrir los domigos para competir contra las tiendas asiáticas, y todo el mundo se llevó las manos a la cabeza. "¡Cómo se va a obligar a la gente a trabajar los domingos, por Dios por Dios por Dios!". Pero, tal como yo vi aquel domingo, parece que todos aprovechamos y vamos. ¡Pues claro! ¡Y si no iríamos a las tiendas asiáticas!

   Regresamos para tomar el almuerzo con mis padres una última vez, y por la tarde volvimos a quedar con los amigos de Paracuellos. Estuvimos allí toda la tarde, viendo como el Real Madrid mordía el polvo y preguntando a la pequeña si se quería venir en el avión con nosotros. Maldita sea, no la convencimos.

   Cuando salimos fuimos a un restaurante que yo recordaba (en realidad, un hotel) donde servían una hamburguesa tremendamente rica. Pero creo que han cambiado de cocinero, o yo me he acostumbrado a cosas más sabrosas: los ingredientes son los mismos pero... mmmmmmm no. No me convenció igual. Tendrá que ir algún otro conocido para ver si sólo es una impresión mía.

   Ya todo olía a despedida. Regresamos a la casa y preparamos la maleta con todas las cosas nuevas que nos traíamos. Esta vez facturamos dos maletas, para no andarlas cargando de aeropuerto en aeropuerto. La diana entró sacándola de su caja. El palo del recogedor, de esquina a esquina y dando golpes, pero entró. 20 kilos en una maleta y 10 en la otra. Mucho sueño. A la mañana siguiente a las seis y media estábamos de vuelta en la Terminal 2.

   Huelga decir que, tras dos vuelos, un trolebús, un tren y un taxi más (porque las maletas no se pueden arrastrar por calles llenas de nieve), la segunda mitad del 5 de enero y el 6 completo fue dedicado a descansar. A descansar. A descansar. A descansar.

   Fueron unas vacaciones muy bienvenidas, muy agradables, muy divertidas. Creo que la Princesa lo pasó bien, que era lo fundamental. Y conoció muchas cosas de cómo vivíamos en España (sin manifestaciones). Pero hicimos muchas cosas y visitamos muchos lugares en muy poco tiempo, y volvimos, yo creo, más cansados que cuando nos fuimos.

   Hoy he vuelto a trabajar, como se dice, para descansar de las vacaciones. Mi jefe de equipo, Áigor, se ha lesionado un brazo y estará dos semanas de baja como un Ronaldo cualquiera. De momento me quedo yo con sus responsabilidades. Pero se me ha dado bien, lo que había pendiente era bastante sencillo.

   También hemos regresado a la escuela. Un poco perdidos después de tanto tiempo sin pisarla, pero yo he tenido suerte: lo poco que se me ocurrió mirar en el libro por mi cuenta es lo único que habían avanzado en la clase el último día que hicimos pellas.

   Y, lo más importante de todo: hemos apartado fecha para la boda. No voy a decir cuándo es, porque se lo quiero comunicar personalmente a la gente, pero sí puedo decir que será donde yo quería: ¡en la Basílica de Zapopan!

   La Princesa me pregunta si estoy nervioso por conseguir que todo salga bien. Nervioso no. Todo se acomoda. Pero sí me siento muy emocionado, ahora que todo se encarrila. Con ganas de ir completando las cosas necesarias y que llegue ese ansiado día.

   Con ganas de plantarme en el altar junto a la mejor mujer del universo. Ella, tendrá que conformarse conmigo.

   Soy un hombre feliz.

« No hay que llorar, que la vida es un carnaval. »
- Celia Cruz.

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